domingo, 7 de agosto de 2016

DON JUAN

DON JUAN Tito Ortiz.- El colegio público de la placeta de Ramírez, no tenía nombre, era público y anónimo como el lugar que ocupaba el edificio, que a pesar de estar en el corazón de la ciudad, a una decena de pasos de la cuesta de Gomérez, y a dos de Plaza Nueva, permanecía oculto a la vista de todo viandante. Lo que en otros tiempos había sido una casa noble, con larga escalinata hasta la primera planta, baranda de hierro forjado y pasamanos de madera tallada. En el bajo vivía la portera, señora viudad de tez blanca y niña enfermiza, que sobrevivía con las bolsas de caridad que cada semana, se repartían en la sacristía de la cercana iglesia de santa Ana por don Nicolás, que nos preparaba para tomar la primera comunión, de diácono recién llegado estaba, Eugenio Valero, que después se nos hizo sexitano. En la primera planta estaban las clases. Tres solamente, y en ellas se nos repartía por edades. En la primera estábamos los más pequeños con don Juan. En la segunda, los medianos con don Andrés, severo pero de una bondad infinita y de una sapiencia tal, que mi primo, Enrique Cabrera, que tanto sabe ahora de gigantes y cabezudos, se dió una buena "panzá" de llorar, el día que don Andrés se jubiló para no volver por allí. Su traje marrón, el chaleco con el relój pendiendo de su cadena, y aquellos zapatos de cordones en marrón también, lustrados tantos años que la piel ya era casi transparente, hacían de don Andrés, un maestro con todas las letras. En la tercera clase, al fondo del pasillo a la derecha, Don Cristóbal, bajito, rechoncho, y con un bulto entre el ombligo y la ingle, que nunca supimos si era una hernia o un hidrotumor, liaba caldo de gallina uno detrás de otro, y soltaba la mano con una facilidad, propia de la época. Frente a la puerta de ésta clase, una escalera daba acceso a una especie de palomar, en uno de cuyos cuartos, almacenábamos centenares de kilos de cáscaras de almendra, para la estufa. No olvidemos que en los años cincuenta, cada día que íbamos a la escuela, veíamos como los carámbanos pendían de la fuente de plaza Nueva, y los charcos estaban hechos hielo. Entonces los inviernos, lo eran. Pues sobre aquella estufa ponía don Juan en la primera clase, una enorme cacerola cuartelaria llena de agua, y cuando aquello tomaba temperatura, de unas enormes y cilíndricas cajas de cartón cerradas herméticamente, iba echando cuharones y cucharones de leche en polvo americana, y nos ponía por turnos a los más espabilados, a remover para que no se hicieran grumos. Con una gran cuhara de madera, removíamos y removíamos hasta que la solución blanquecino amarillenta estaba suelta y calentita, y por orden de lista, don Juan nos iba ceremosnioso sirviendo con un gran cucharon, toda la leche que cabía en aquellos jarritos de hojalata, hechos con los envases de leche condensada, a losque un buen artesano soldaba un asa, y vendía a precio razonable. Aquella ceremonia matinal nos daba la vida a los albaycineros desnutridos y famélicos, que sobrevivíamos a base de aceite de hígado de bacalao, y más modernamente, Calcio 20. Era don Juan un maestro elegante donde los hubiere. Vestía siempre taje azul marino oscuro, chaleco del mismo color con su reloj de bolsillo, en punto siempre, con el de la cercana Audiencia Provincial. Sombrero a juego con su capa española, de paño de Béjar, con las vueltas en terciopleo rojo, presumía de gran mostacho, ya blanco por la edad, que llevaba perfectamente peinado. Calzaba botines hechos a medida en el ràpido de la calle Almireceros, de larga botonadura en perfecta combinación de negro y gris. De porte elegante y señorial, don Juan, el maestro de la placeta de Ramírez, era un maestro severo, pero cariñoso. Nos sacaba al encerado, nos hacía cantar los puntos cardinales, sobre el mapa colgado, las provincias: Aragón tiene tres, Zaragoza, Huésca y Teruel. Nos desgañitábamos para complacerle, los ríos, y con su fino oído, detectaba al que no se lo sabía, lo llamaba a su mesa y del cajón sacaba una rama de palmera desecada, que a modo de regla, te dejaba la mano humeante durante un rato. A los que hacían alguna gamberrada, les obligaba a juntar los dedos de la mano hacía arriba, y el golpe iba sobre las uñas. La enciclopedía Álvarez era nuestra biblia, y de aquella clase, nadie salió tonto, ni traumatizado. Más bien salimos bastante espabilados para la vida, la prueba es que nadie ha ído todavía al psicólogo, y nos reconocemos por la calle. Con el tiempo, la leche americana fue sustituida pior botellines de cuarto de litro de leche Puleva, que el bueno de don Rafael Pérez Pire, nos mandaba desde Uniasa, en el Camino de Ronda, por donde pasaban los toros de Pelayo, para hacer su transumancia.

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